Los zombis son personajes poco glamourosos en comparación con otros seres como los vampiros o el hombre lobo. Desprovistos de conciencia, personalidad y ambición, el zombi es más bien un trágico anti-héroe, una parodia repulsiva del ciudadano ideal, sin más relación con la experiencia vital que la repetición automática de viejas costumbres de socialización.
Y sin embargo, aunque se empeñen en perseguir a los vivos, uno no puede evitar sentir simpatía por estos inquietantes sonámbulos. En una sociedad en que los significados de palabras como 'libertad' y 'participación' son cada vez más escurridizos, no es difícil considerar a los muertos vivientes como la reencarnación de aquellos bufones cortesanos, eso sí, en un extraño estado de descomposición y sujetando un espejo que refleja nuestro sentir cívico y humano.
Qué poderoso se tiene que sentirse uno dentro de su piel, poder rechazar todo objetivo y sentido de la vida, comenzar a dar tumbos mientras gemimos y gesticulamos torpemente. Avanzar dando traspiés por los suburbios en coma, hechizados por los centros comerciales, abrazando la promesa consumista de la libertad individual.